No importa cómo haya sido el día. Si fue agitado o uno memorable. Si salimos o nos quedamos en casa. Si gritamos o fuimos amables unos con otros. Si los niños fueron obedientes o no. Hay algo que cada día, no importa qué es lo que sucede, siempre convierte el día en un día perfecto: la hora en que los niños están dormidos. Y no es el hecho de que cuando estén dormidos tengo tiempo para mi. Es el hecho de poder contemplarlos descansando, cerrando su día de juegos y aventuras, de sueños e ilusiones. Sin importar qué haya sucedido hoy, el momento en que mis pequeños cierran sus ojos y entran en el país de los sueños, mi corazón se derrite al contemplarlos y simplemente deseo abrazarlos y quedarme alli junto a ellos. Congelar el tiempo y disfrutar de esos momentos que en un pestañear pasarán y ya no estarán aquí.
Acostarnos junto a ellos, leerles antes de dormir, hacer sus oraciones y estar allí. Eso es algo que ha llegado a ser parte vital de nuestros días. Ellos saben que alli estaremos con ellos. Aunque sea un momento, aunque hoy no pueda quedarme todo el rato, pero esos momentos, sé que quedarán grabados en sus mentes y su corazón cuando crezcan y recuerden su infancia. Tal como yo lo hago ahora. ¡Cuántos temas no hemos platicado ya sea Chava o yo con Abi mientras termina de "cansarse" y se queda dormida! Es alli cuando comparten sus más profundos pensamientos. Si, muchas veces he estado tentada a levantarme y dejarlos acostados y seguir con mis cosas, pero cuando regreso y los veo alli, acostaditos, acobijados con sus peluches, quiero meterme con ellos y abrazarlos y sentir sus manitas sobre mi.
Así que no importa qué colores hayan pintado nuestro día, el momento de cerrarlo, de ir a la cama, es mi parte favorita, la que nunca quiero olvidar.